Es complicado no tener un proyecto. Quizás lo tengo, pero sentado arriba es difícil verlo. El problema es que mis objetivos siempre son gigantes. Ir a la luna sería una propuesta ambiciosa. Lograr doblar una cuchara con la mente sería otra. Pero lograr estar bien es un objetivo que ni siquiera se acerca a un viaje espacial o al dominio de alguna nueva facultad de la mente. Quizás en principio, el fin no parezca grande, pero la complejidad del trayecto es aterradora.
Hoy vivo en un mundo repleto de fantasmas y precipicios. Es un lugar incómodo, solitario y frío. Por momentos encuentro paz en la gente que quiero, en la lectura, en la escritura, en la música, en la fotografía o en hechos ordinarios de la vida que me entretienen y llaman mi atención. Son los momentos en que me encuentro. Pero luego siento el viento frío y la pesadez en el pecho, y se que viene a golpearme con todo lo que tiene. Me caigo sin fuerzas en mi cama y me deslizo vertiginosamente hacia las profundidades de un dolor inmanejable que es mucho más antiguo que yo.